No descubro ningún secreto si digo que, cuando nos da por alguien, Dios le pille confesado. Así es el ser humano. Lo mismo ensalza a una persona a lo máximo que de pronto decide hacerle la vida imposible por quién sabe qué razones. La envidia, desde luego, es una de ellas. O esa extraña capacidad que tenemos de destruir, simplemente por gusto, aquello que es bonito o que va bien.
Hago esta reflexión porque llevamos una temporada bastante larga escuchando (o haciendo) críticas a Tom Cruise. Que si se está pasando de bótox y arreglos estéticos, que qué películas tan malas está haciendo, que si tiene una vida homosexual oculta, que le encanta montar relaciones falsas con actrices jóvenes y guapas… Los últimos ataques han sido contra su nueva producción, “La momia”, que el otro día estuve viendo y que a mí no me pareció tan mala como la ponen.
Nadie puede poner en duda que en cada comparecencia pública Cruise regala sonrisas a su público y tiene la mejor disposición ante los medios. Y que sus rodajes, mejores o peores, entretienen. Y que, a sus 54 años está hecho un toro, con un cuerpo que ya quisieran muchos veinte y treintañeros. ¿Cuál es el problema? ¿Qué disfruta con lo que hace? No se puede atacar sin razón a la gente. Es un germen de violencia que no hace sino evidenciar que no dejamos de ser animales. Por mucho que nos empeñemos en lo contrario.
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