Falleció el 14 de septiembre de 2009, hace ya ocho años, y hasta ayer mismo no había visto (al menos no las recordaba –que, a juzgar por su dureza, no las habría olvidado-) imágenes suyas durante la última etapa de su lucha contra el cáncer de páncreas, la enfermedad que se llevó por delante a Patrick Swayze. Increíbles fotografías, la verdad. De auténtico impacto. Al menos para mí, que desde siempre sentí mucha atracción por este actor sobre el que, en un programa llamado “Autopsia” de la televisión de Estados Unidos, emiten este fin de semana un documental centrado en la agonía de sus últimos días.
Y yo me pregunto. ¿Eso está bien? ¿Es correcto, por muy público que sea un personaje, que la fama de éste exija un precio tan alto como el estar observado, fotografiado y analizado hasta cuando el final es inminente? ¿No debería existir alguna manera de no alimentar la insaciable curiosidad que nos lleva a querer conocer hasta los más macabros detalles de la vida ajena?
Más allá, lo peor de todo esto es que, a pesar de ser testigos de una decadencia tan grande como la que sufrió el protagonista de “Dirty Dancing”, no escarmentamos y seguimos creyéndonos todopoderosos. Y alimentando el ego. Y haciendo maldades contra otros. Y hasta maltratándonos a nosotros mismos. Y, si no sabemos vivir en armonía y paz, ¿cómo vamos a aprender, por mucho que nos lo planten por delante, a morirnos bien?