Ayer se supo la noticia y ayer mismo la llamé para desearle, de corazón, mi más sincera enhorabuena. Porque pocas medallas son tan merecidas como la que a Pastora Soler le darán la semana que viene en su tierra, Sevilla: la Medalla de Andalucía. Por su dilatada carrera, por su entrega, por sus innegables dotes profesionales y, cómo no, por la continua exaltación que ha hecho de sus raíces allá donde haya ido. Y no solo cantando flamenco y copla sino, sobre todo, llenándosele la boca a la hora de hablar de sus orígenes, sus tradiciones, su gente… su Coria del Río.
Jamás ha renegado Pastora de dónde ha venido, ni ha cambiado su forma de hablar. Ella no se ha puesto “fina” ni se ha llenado de “eses” por mucho que haya triunfado (y eso que lo ha hecho, y mucho). Como tampoco ha olvidado nunca a Pili Sánchez, ni a su madre, ni a su padre, ni a sus hermanos, ni, ahora, a su marido y a su hija, Estrella. Que es otra forma de rendir homenaje a este paisaje nuestro tan familiar, tan de pucheros y coquinas, tan de tardes al sol y baños en las playas de Matalascañas. Todo eso es mi querida amiga, siempre tan generosa y tan cariñosa, tan colaboradora, tan colega… tan buena persona. Suele pasar que los políticos se dejan llevar por la foto y llaman antes, con frecuencia, a quien todavía le queda para según qué galardones aunque, en este caso, han acertado y han hecho justicia. Así que alegrémonos todos por esta embajadora que tenemos en nuestra Comunidad Autónoma. Pastora es como esos pueblos blancos típicos del paisaje andaluz: pacífica y con una humildad que la hace más grande aún. Sus triunfos, podemos sentirlos como propios y sus reconocimientos, también.