Me encanta reírme. Creo que es lo que más me gusta en el mundo. Más que el sexo, más que, por supuesto, la comida, más que viajar… Reír es la piedra angular sobre la que he querido construir mi personalidad. Y no porque no haya tenido cosas que lamentar, o porque no haya pasado desgracias, o porque no haya sufrido, como todo el mundo, decepciones amorosas. Todo eso, y más, me ha pasado por encima y lo llevo en la mochila. Pero, por encima del lado oscuro, me siento atraído por lo luminoso, por lo optimista, por el vaso medio lleno más que por el medio vacío.
Así que, asistir esta semana al estreno de “La familia Addams. El musical”, no ha podido darme más felicidad porque ahí se ha unido mi pasión por el espectáculo -y el que os refiero es de los muy buenos-, con esa afición por hacer del sentido del humor mi aliado… hasta cara a los miedos. Al final no pasa nada, no hay que hacer tanto drama de esta gran broma que es la vida y que, en un chasquido casi tan breve como los que dan con sus dedos los protagonistas en la sintonía original de esta producción, tarde o temprano termina yéndose.
Sin embargo, ¡qué mejor despedida que la de una sonrisa! ¡Qué forma más ventajosa de afrontar esta gran (y siniestra) burla vital que la de plantarle cara con el famoso “pantojil” “dientes, dientes”? Si pudiera tener alguna duda, gracias a Gómez, Morticia, Fétido, Miércoles y Pugsley (y el resto del elenco), se me han terminado de disipar. Y así estoy. Más feliz que una perdiz.