La semana pasada fui a dos conciertos de los que, aunque sea unos días después, me gustaría compartir con vosotros unas reflexiones ya que, puesto que ésta es una columna de opinión, uno puede permitirse ciertas licencias en tiempo respecto a esa extrema actualidad de las cosas que sí impera en otros modos informativos.
El caso es que por un lado volví a ver a Raphael en el Auditorio Fibes presentando las canciones de su último disco, “Infinitos bailes”, sobre las que todas las opiniones que he escuchado son muy positivas. Al día siguiente, el sábado pasado, disfruté de Ricky Martin en directo en el Estadio Olímpico en un espectáculo que, especialmente en lo que a ritmo se refiere, hizo vibrar durante dos horas menos cuarto al público allí presente.
Y aunque Ricky está muy bueno, se mueve muy bien y es treinta años más joven, yo no puedo sino rendirme a los pies del que posiblemente es el máximo exponente en lo musical a la hora de catalogar a alguien con el calificativo de “artista”. Renovando sus temas –los nuevos y los de siempre- hacia arreglos de guitarra eléctrica roqueros, con “chupa” de cuero en el comienzo de su puesta en escena, Raphael volvió a hacer eso que solo los muy grandes pueden hacer: reinventarse, renacer cada noche de forma distinta convirtiendo cada actuación en única.
Los demás a su lado siempre serán aprendices. Con más o menos talento, pero meros aprendices que nos hacen pasar un buen rato –algo muy loable, y más en los tiempos que corren-, pero que no saben tocarnos tanto –y tan profundo-, como este “niño de Linares” quien hasta al tiempo le ha dado razones para que, al menos para él, no vaya tan rápido. Más poderío, imposible.