Por Ricardo Castillejo
La edición de Eurovisión de este año me ha dejado bastante triste. Por muchas razones. La primera, y fundamental, por el puesto en el que hemos quedado y que, honestamente, no merecíamos. La ejecución de Miki, la puesta en escena que llevábamos, el buen rollo musical que transmitimos, la pegadiza canción que hemos presentado. Todo eso debería haber provocado un impacto mucho mayor, unido a que, encima, participamos los últimos de la noche (algo que, quieras o no, hace que la actuación se quede más en la retina).
Pero parece ser que, llevemos lo que llevemos, en este Festival estamos condenados a no ganar. Ni grandes voces como Ruth Lorenzo o Pastora Soler, ni raciales participaciones como la de Azúcar Moreno, ni baladas como la de Alfred y Amaia, ni melodías rítmicas como la de Soraya, ni siquiera frikis como el Chiquilicuatre… Nada de lo que hagamos termina de calar en el público europeo que, una edición tras otra, nos deja con un agridulce sabor que, a mi entender, podría solucionarse de una forma muy sencilla: no yendo más.
Al menos, de momento. Como un castigo, como una protesta ante resultados amañados, ante amiguismos de países que se dan los votos unos a los otros con independencia de lo que se suba al escenario. Y encima nos íbamos a ahorrar un pico, que es lo que nos cuesta cada participación en este concurso ante el que España da la sensación de estar maldita.
NO SE PUEDE JUGAR CON LAS ILUSIONES de más de 40 millones de personas que, sin razón, sufrimos el ostracismo eurovisivo de nuestros vecinos. Y si lo mismo en otras ocasiones podemos entonar un “mea culpa”, en ésta me niego a aceptar ninguna crítica porque, entre otras cosas, no cabe. Miki quedó entre los cinco últimos y me revelo y no lo entiendo. No vayamos más… y listo.