Es sino del ser humano tener las cosas delante y no saber apreciarlas. Nos sucede con las ciudades donde vivimos, por cuyas calles podemos pasear una y otra vez hasta que un día (o nunca, quién sabe), nos paramos y prestamos atención a ese edificio cuya belleza, de pronto, nos sorprende. Y con los amigos, a los que nos acostumbramos a tenerlos ahí sin realmente sentir la importancia de que alguien, sin ningún interés concreto, nos haya entregado incondicionalmente parte de su corazón. O, cómo no, con las parejas (y/o aspirantes a serlo), de los que solo vemos sus fallos y sus defectos y ante los que casi todo son más “peros” que agradecimientos.
En realidad, podría hacer un listado interminable en este sentido pero, sin embargo, voy a pararme en el ejemplo de alguien tan concreto como Ruth Lorenzo, una de nuestras mejores voces y a quien, hace una semana, disfruté en su concierto en Sevilla. Aquí, en una sala pequeña de un polígono periférico, fascinado por la enorme dimensión de esta especie de Lola Flores del pop/rock, pensé: “Tendrá que irse para que le demos el sitio que merece”.
Entregada igual, o más, que si estuviera en un estadio, derrochando talento por todos los poros de su piel, Ruth nos sobrecogió a todos con los temas en inglés de un disco, el último, que ha entrado en la lista de los más vendidos en otros lugares como Alemania o, atención, Australia. Se ve que seguimos estando demasiado ciegos para valorar que, entre lo nuestro, hay mucho más de lo que sentirnos orgullosos de lo que, tal vez, ni siquiera sabemos. Vivir en la ignorancia, y en esa catetez de minusvalorar lo cercano (pero grande), nunca será buena filosofía para crecer ni como país, ni como seres humanos.