Ayer se cumplieron 40 años justos del estreno de una de mis películas preferidas: “Grease”. Un musical que cuando se rodó para el cine tuvo unas primeras críticas regulares pero que, con el paso del tiempo, se ha convertido no solo en un título de referencia sino en, más allá, una de esas historias que, siempre que la ves, te toca el corazón (al menos, el mío, sí que se emociona).
Porque, aunque las historias que viven Sandy, Danny, Rizzo o cualquiera de los demás, puedan tener un pequeño toque de amargor en algún instante del argumento, lo cierto es que, al final, termina prevaleciendo la alegría y, sobre todo, esa contagiosa juventud que desprenden todos estos inolvidables personajes de un tiempo en el que se luchaba por las relac. Sin whatsapp ni aplicaciones, sin Facebook ni sexo virtual, hace cuatro décadas la gente se conocía cara a cara. Y se tocaba, se sonreía, se echaba de menos y se reencontraba. E incluso, si se pensaba que alguien merecía la pena, uno intentaba cambiar ciertas cosas para, esparciendo nuestra magia, conquistarle.
Hoy, lamentablemente, antes que considerar la opción de ser flexibles en nuestro comportamiento damos largas a la primera de cambio, moviendo a los demás a nuestro antojo en nuestro particular damero vital (que, poco a poco, va quedándose vacío y sin “fichas” con las que “jugar”). Una poco motivadora realidad, triste y sin “purpurina”.