La versión de “Nerón” -recreado magistralmente por Raúl Arévalo-, que hace poco estrenó el Festival de Teatro de Mérida me ha llevado a pensar, como me pasa con todos los clásicos grecolatinos, en algunas particularidades del comportamiento del ser humano que, pase el tiempo que pase -y con independencia del ambiente cultural en el que tengan lugar-, permanecen exactamente igual, como un eterno monumento a la estupidez de esa especie a la que pertenecemos -la humana-, incapaz de aprender de errores repetidos, una y otra vez, hasta la saciedad.
Un emperador loco, en este caso, al que le dieron el poder del imperio más importante del mundo y cuya única preocupación era entregarse a unas musas a las que, por lo que al menos apunta el texto que refiero, no conoció ni de lejos. Sin embargo, nadie era capaz de decirle al César nada sobre su absoluta falta de talento. Ninguno de sus asesores, ni familiares, ni supuestos amigos se atrevía a desvelarle una verdad que, de nuevo aquí se demuestra, no siempre estamos dispuestos a aceptar.
Igual ocurre ahora cuando rendimos pleitesía a tantos y tantos personajes, populares o no, de cuya mediocridad somos conscientes pero que, aunque deseemos quitarlos de en medio, los soportamos demostrando una capacidad de no reacción que, al final, nos conduce a una fatal decadencia. Solo queda esperar el momento del incendio. Desde esas cenizas volveremos a renacer para, seguro, volver a caer.